No fue consciente del tiempo que había transcurrido enfrascado en sus recuerdos, mientras contemplaba a los grajos continuar con su incansable vuelo sobre el castillo. La oscuridad se había cerrado con rapidez en la cima de la montaña de Mut y aunque las siluetas de los cuervos negros empezaron a difuminarse entre las sombras de aquella noche sin luna, la estridencia de sus cantos delataba su presencia volando casi por enci-ma de su cabeza.
Al fondo del rumor de las aves, casi apagada por la grotesca coral, le pareció distinguir la melodía que emitía a la noche una suave y delicada voz de soprano. Con la armoniosa compañía de un violín.
Cuando desde su helicóptero reconoció el castillo de Mut, también pudo distinguir la bandada de cuervos que revoloteaba sobre la mole de piedra.
Al acercarse comprobó que sus vuelos en círculos se centraban sobre la torre. Cuando iba a sobrevolarla y estaba a punto de descubrir a Mela (el hombre desnudo, con una larga cabellera blanca que le llegaba hasta la cintura y que subido a una de las almenas movía los brazos imitando el vuelo de los pájaros), no lo hizo.
Su atención se la quedó el grupo de aves negras que se dirigía hacia él.
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